Comentario
CAPÍTULO VI
Prosiguen las crueldades de los guachoyas y cómo el gobernador pretende pedir socorro
No contenta la saña de los guachoyas con lo que en la hacienda y difuntos de Anilco habían hecho ni satisfechos con verse restituidos en sus banderas y armas, pasó la rabia de ellos a otras cosas peores, y fue que a ninguna persona de ningún sexo ni edad que en el pueblo hallaron quisieron tomar a vida sino que las mataron todas, y con las más capaces de misericordia, como viejas ya en la extrema vejez y niños de teta, con ésas usaron de mayor crueldad, porque a las viejas, despojándolas esa poca ropa que traían vestida, las mataban a flechazos, tirándoles a las pudendas más aína que a otra parte del cuerpo. Y a los niños, cuanto más pequeños, los tomaban por una pierna y los echaban en alto, y en el aire, antes que llegasen al suelo, los flechaban entre cinco o seis, o más, o menos, como acertaban a hallarse.
Con estas crueldades, y más todas las que más pudieron hacer recatándose de los españoles, mostraron los guachoyas el odio y rencor que, como gente ofendida, tenían a los anilcos. Las cuales cosas, vistas por algunos castellanos, que no habían podido los indios encubrirlas tanto como quisieran, dieron luego noticia de ellas al gobernador, el cual se enojó grandemente de que hubiesen hecho agravio a los de Anilco, que su intención no había sido de hacerles mal ni daño, sino de ganarlos por amigos.
Y porque la crueldad de los guachoyas no pasase adelante, mandó tocar a toda prisa a recoger y reprehendió al cacique de lo que sus indios habían hecho, y, para prevenir que no hiciesen más daño, mandó echar bando que, so pena de la vida, nadie fuese osado pegar fuego a las casas ni hacer mal a los indios, y, porque los guachoyas no ignorasen el bando, mandó que los intérpretes lo declarasen en su lengua, y, porque temió que todavía habían de hacer el daño que pudiesen hurtándose de los españoles, salió a toda prisa del pueblo de Anilco y se fue al río, habiendo mandado a los castellanos que llevasen antecogidos los indios, porque no se quedasen a quemar el pueblo y a matar la gente que en él se hubiese escondido.
Con estos apercibimientos se remedió algo del mal para que no fuese tanto como pudiera ser, y el general se embarcó con toda su gente, así españoles como indios, y pasó el río para volverse a Guachoya.
Mas no habían caminado un cuarto de legua cuando vieron humear el pueblo y encenderse muchas casas en llamas de fuego. La causa fue que los guachoyas, no pudiendo sufrir no quemar el pueblo, ya que les había sido prohibido el quemarlo al descubierto, quisieron quemarlo como pudiesen, para lo cual dejaron brasas de fuego metidas en las alas de las casas y, como ellas fuesen de paja y con el verano estuviesen hechas yesca, tuvieron poca necesidad de viento para encenderse presto.
El gobernador quiso volver al pueblo para socorrerle que no se quemase del todo, mas, a este punto, vio acudir muchos indios vecinos suyos que a toda diligencia venían a matar el fuego, y con esto lo dejó y siguió su camino para el pueblo de Guachoya, disimulando su enojo por no perder los amigos que tenía por los que no había podido haber.
Habiendo llegado al pueblo y hecho asiento en él con su ejército, dejó todos los otros cuidados a los ministros del campo y para sí tomó el cuidado de hacer los bergantines. En ellos imaginaba y fabricaba de día y de noche. Mandó cortar la madera necesaria, que la había en mucha abundancia en aquella provincia. Hizo juntar las sogas y cordeles que en el pueblo y su comarca se pudiesen haber para jarcia. Mandó a los indios le trajesen toda la resina y goma de pino y ciruelos, y otros árboles, que por los campos se hallasen. Ordenó que de nuevo se hiciese mucha clavazón y se aderezase la que en las piraguas y barcas pasadas había servido.
En su ánimo tenía elegidos los capitanes y soldados que por más fieles amigos tenía, de quien pudiese confiar que volverían en los bergantines cuando los enviase a pedir el socorro que tenía pensado.
Y, para cuando hubiese enviado los bergantines, había determinado pasar de la otra parte del Río Grande, a una provincia llamada Quigualtanqui, de la cual, por ciertos corredores que había enviado, caballeros e infantes, tenía noticia que era abundante de comida y poblada de mucha gente; y el pueblo principal de ella estaba cerca del pueblo de Guachoya, el río en medio, y que era de quinientas casas, cuyo señor y cacique, llamado también Quigualtanqui, había respondido mal a los recaudos que el gobernador le había enviado pidiéndole paz y ofreciéndole su amistad, que con mucho desacato había dicho muchos denuestos y vituperios y hecho grandes fieros y amenazas diciendo los había de matar a todos en una batalla, como verían muy presto, y les quitaría de la mala vida que traían, perdidos por tierras ajenas, robando y matando como salteadores ladrones, vagamundos y otras palabras ofensivas, y había jurado por el Sol y la Luna de no les hacer amistad como se la habían hecho los demás curacas por cuyas tierras habían pasado, sino que los habían de matar y ponerlos por los árboles.
En este paso, dice Alonso de Carmona estas palabras: "Poco antes que el gobernador muriese mandó juntar todas las canoas de aquel pueblo, y las mayores juntaron de dos en dos y metieron caballos en ellas, y en las otras metieron gente, y pasaron a la otra parte del río, adonde hallaron muy grandes poblazones, aunque la gente alzada y huida, y así se volvieron sin hacer efecto. Lo cual, visto por los principales de aquella tierra, enviaron un mensajero al gobernador avisándole que otra vez no tuviese atrevimiento de enviar a sus tierras españoles, porque ninguno volvería vivo y que agradeciese a su buena fama y al buen tratamiento que a los indios de la provincia donde al presente estaba hacía, que por esta causa no había salido su gente a matar todos los españoles que a su tierra habían pasado, que, si algo pretendía de su tierra, que se viesen persona por persona, que le daría a entender el poco comedimiento y miramiento que había tenido en haber enviado a correr su tierra, y que no le acaeciese otra vez, que juraba a sus dioses de le matar a él y a toda su gente, o morir en la demanda." Todas son palabras de Alonso de Carmona, que, por ser casi las mismas que de Quigualtanqui hemos dicho, quise sacarlas a la letra.
A los cuales denuestos siempre el gobernador había replicado con mucha blandura y suavidad, rogándole con la paz y amistad, y, aunque es verdad que Quigualtanqui, por el mucho comedimiento del general, había trocado sus malas palabras en otras buenas, dando muestras de paz y concordia, siempre se le había entendido que era con falsedad y engaño por coger descuidados a los españoles, que por las espías sabía el gobernador que andaba maquinando traiciones y maldades y que hacía llamamiento de su gente y de las provincias comarcanas contra los cristianos para los matar a traición debajo de amistad. Todo lo cual sabía el general y lo tenía guardado en su pecho para castigarlo a su tiempo, que todavía tenía ciento y cincuenta caballos y quinientos españoles, con los cuales, después de haber enviado los bergantines, pensaba pasar el Río Grande y hacer su asiento en el pueblo principal de Quigualtanqui y gastar allí el estío presente y el invierno venidero hasta tener el socorro que pensaba pedir. El cual se le pudiera dar con mucha facilidad de toda la costa y ciudad de México, y de las islas de Cuba y Santo Domingo, subiendo por el Río Grande, que era capaz de todos los navíos que por él quisiesen subir, como adelante veremos.